Lucile Hadžihalilović: inocencia, enigma y metamorfosis

Editorial
7/3/2025

Lucile Hadžihalilović es la cineasta del secreto, de la sombra, de lo no dicho. Su obra, deliberadamente breve y paciente, asemeja emerger desde los bordes de la conciencia, como un sueño extraño del que despertamos sin comprender de todo su significado pero sintiendo, en el cuerpo, su marca. Con formación en letras y cine, y una trayectoria que combina dirección, montaje y guión, Hadzihalilovic pertenece a esa estirpe de creadoras que constrúyen un mundo propio al margen de las lógicas del mercado o de las tendencias, con una coherencia estética y conceptual profundamente arraigada.

Su carrera empieza en los años noventa junto con Gaspar Noé, con el que funda la productora Les Cinémas de la Zone y colabora en varias de sus primeras obras: Carne, Seul contre tous y Enter the void. Esta relación, lejos de definir su voz, actúa como contraste: si Noé empuja hacia el exceso, Hadzihalilovic explora el contenido, la contención, el enigma. 

Sus primeros cortos —La première mort de Nono (1987), Good Boys Use Condoms (1998) y Nectar (2014)— revelan ya un universo cinematográfico singular, donde la infancia, el cuerpo y lo inquietante se entrelazan con sutileza. La première mort de Nono, narra con humor negro y crueldad infantil la pérdida de la inocencia de un niño. Good Boys Use Condoms, codirigido con Gaspar Noé, juega con lo grotesco y con la educación sexual desde un tono provocador y explícito. Finalmente, Nectar se sumerge en una dimensión casi mitológica, donde la figura feminina aparece rodeada de misterio y sensualidad, desbordando lo narrativo cara lo sensorial. A pesar de sus diferencias formales, estas puezas comparten un mismo substrato: la construción de espacios cerrados, casi claustrofóbicos, donde lo corporal se convierte en lenguaje, y donde Hadzihalilovic ensaya los temas que definirán su cine futuro.

La Bouche de Jean-Pierre (1996), su primer mediometraje, vuelve a abordar la violencia infantil con una distancia inquietante. Pero es con Innocence (2004) que su visión se consolida: una alegoría hipnótica y cruel sobre el cuerpo femenino, la educación y el destino, rodada en un internado rodeado de bosque. La película recibe múltiples premios internacionales y la situa en el mapa del cine de autor como una voz única.

Su segundo largo, Évolution (2015), continúa esa inmersión en mundos aislados, casi extratemporales, poblando la pantalla de una ciencia ficción sin tecnología, odnde la biología y el deseo se entrelazan en un relato sin respuestas claras. El filme gana elpremio a la Mejor Dirección en San Sebastián y consolida su reputación como cineasta de lo sensorial, de la imagen como experiencia táctil. Earwig (2021), galardonada en Locarno, es tal vez su trabajo más radicalmente abstracto: una niña con dientes de hielo, un hombree que la cuida, una casa oscura como una caja craniana cerrada. Aquí, el tiempo se dilata, y la narración se disuelve en pulsiones visuales.

El cine de Hadzihalilovic no busca explicar el mundo, sino interrogar sus códigos más primarios. En tiempos de sobreinformación, su propuesta apuesta por la opacidad, por la belleza de lo inexplicable, por esa extrañeza que, al final, revela más sobre nosotros que cualquier realismo. Sus filmes hablan —o más bien susurran— sobre el cuerpo como campo de batalla simbólica, sobre la infancia como territorio ambiguo y sobre los ritos de paso que nos modelan, sin que sepamos nunca quien los escribe. En un contexto donde el cine tiende al exceso y a la clausura del sentido, Hadzihalilovic propone una ética deol misterio. Un viaje sin mapas, ni promesa de llegada. Y eso, hoy, es profundamente político.

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